“El papel del editor se entiende mejor hoy como uno de mediación entre un producto y el consumidor, entre el contenido y el lector. El valor de los editores, apunta Bhaskar, «reside en ser constructores de comunidades»”
― Fernando Esteves Fros,
La edición en tiempos de cambio
Cual crónica de una muerte anunciada, pareciera que, quienes decidimos activamente dedicarnos a la edición, hemos dado un paso más hacia las sombras del acto escritural. Si bien estabamos acostumbrados a la fantasmagórica tarea que supone ser la resonancia del autor y a las silenciosas conversaciones y luchas que sostenemos con sus arreglos gramaticales y estilísticos, nuestra invisible e inadvertida existencia ahora se ve amenazada por una nueva forma espectral: la virtualidad. Las inteligencias artificiales ofrecen, lo que en apariencia, parece una conversación más lógica y adecuada a nuestro mundo moderno: es rápida, eficiente, no demanda atención y responde siempre que sí, sin rebatir, ni rechistar. Entonces, ¿debemos llamar a los caza fantasmas literarios para erradicar esta presencia parasitaria de nuestras profesiones escriturales?
Como cuando se renuevan los votos de un matrimonio, quisiera pasar a decir "sí, quiero" y elegir dedicarme, nuevamente, a la edición hoy en día. Por ello, quisiera compartir un poco de mi historia contigo, de los motivos que me llevaron a enamorarme de esta profesión y del por qué considero que aún es muy necesaria, en su forma más humana, dentro del proceso escritural. Porque, a pesar de los modelos 2.0 virtuales que, cual tercero en discordia, parecieran amenazarnos cada vez más de un posible divorcio, aún considero me es significativo, profesional y personalmente, estar allí, en esa mágica conversación silenciosa, para facilitar el que las ideas cobren su aliento.
Cuando estudié la carrera de literatura, nunca se me cruzó que terminaría siendo editora por decisión. De hecho, numerosas veces manifesté a mis seres queridos tajantemente mi desagrado frente a la profesión, sobre todo cuando estos proponían la posibilidad como alternativa viable para renumerar mi amor por la literatura, lectura y escritura.
El encuentro decisivo llegó el día que tuve oportunidad de apoyar el proceso de escritura de la Señora Magdalena. Estaba en mi último año de la universidad, a punto de defender mi tesis, cuando una muy buena amiga de la carrera de cine, Paty Dillon, me preguntó si era posible apoyar a su abuela con un libro que quería redactar en torno a la vida de su hijo, quien había fallecido de una terrible enfermedad crónica con la que luchó durante años. Al principio, he de confesar que estaba bastante preocupada. ¿Sería yo la persona más indicada para ello? ¿De verdad, podría apoyar y cumplir con lo que se esperaba?
Pero, la idea del libro, lo que significaba para la Señora Magdalena y para su familia, me atrapó rápidamente. Quería formar parte, aunque fuera desde las sombras y tras bambalinas, de dicha historia, poder adentrarme en los recovecos de aquellas voces y recuerdos que querían volver a cobrar vida, volver a ser escuchados para entablar un sin fin de nuevas conversaciones.
Con cada tarde de café, con cada relectura, con cada arreglo editorial, no solo el libro fue tomando forma, sino que se gestó una amistad y un diálogo mutuo entre la Señora Magdalena y yo que dio paso a entretejer su propia narrativa. Descubrí que la creatividad también aflora al momento de proponer alternativas estilísticas, facilitar la escritura en momentos de crisis y escuchar atentamente la proyección y necesidad comunicativa del otro. Pronto, me di cuenta de que la magia del editor radica en su capacidad de establecer nexos y lazos escriturales, pero, a la vez, y quizá de forma más significativa, puentes afectivos, humanos y sociales.
No pude dejarlo desde entonces. La edición entró a mi vida como el espacio que no pensé que necesitaba, pero que sí ansiaba. Ahora, escribir dejaba de ser un proceso solitario, a la espera de un interlocutor. La lectura dejaba de ser un acto silencioso, oculto entre las estanterías de todas aquellas voces que yacen ahí, siempre aguardando nuestra búsqueda. Compartir, conversar, discutir, releer: la edición entró a mi vida cual voz que irrumpe en el silencio de una biblioteca y provoca risas, genera momentos, conexiones, colectivos. Descubrí, entonces, que si bien el autor crea las ideas, el editor es una suerte de partero que, con su escucha y apoyo, ayuda a traerlas al mundo, impulsa ese el último empujón de confianza que todos necesitamos frente al riesgo que supone mostrarnos frente a los demás al decretar nuestra voz más auténtica e íntima.
Por ello, si bien es cierto que, de alguna forma, somos un eco silencioso e invisible que resuena en la voz de quien escribe, creo que el ejercicio que supone la edición nos permite insertarnos, por breves momentos, en el lugar de enunciación del otro, reduciendo las distancias de alteridad, haciéndonos ganar empatía, estableciendo diálogos más tolerantes. Ese trabajo mutuo, esa mancuerna tan humana entre escritor y editor, aún me resulta una pieza clave e irremplazable del ejercicio escritural, una que, incluso, debiesemos propiciar más y más para volver a aprender a leernos, escucharnos y validarnos mutuamente.
Ojalá que las nuevas tecnologías nos acompañen únicamente a facilitar ciertos procesos, pero que eso no termine por agotar las conversaciones, reflexiones y discusiones en torno al texto. Porque es ahí, en esas instancias que saltan de la página, donde se escriben nuevos relatos de amistad, de confianza, de escucha, de colaboración y de apoyo mútuo, es ahí donde nos vinculamos en la búsqueda compartida por manifestarnos vivos, existentes y pertenecientes dentro de la gran narrativa del mundo mediante el acto, aún milagroso y necesario, que supone la escritura.
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